11 de septiembre de 2010

Terapia de hereje

Es el llanto sobrio de las vírgenes del Sur lo que te cae en la cara limpiándote esa ceja cortada que sucumbió frente al razguño insoslayable del imbatible centauro. Y se te cayó la venda en el camino que hacía a tu desinfección como el sol hace a los prados en la esperanzada primavera. Pero no sufriste el corte como pensabas porque no lo pensaste tanto, solamente dejaste que el agua que caía como estalactitas terminantes te hicieran oler la sangre acaramelada. Y ahora que tu cara está limpia y tu pelo te cubre como un manto húmedo de gasa los sentís, ardiendo y latiendo tal cual como hace tu corazón más abajo, que se escurre igual que tu ceja, cayéndose de a poco y perdiendo todo el elixir, tú elixir, que se escurre del cáliz mágico que sostenías en el nicho de tu pecho. Llega hasta tus zapatos, casi tiñiéndolos de negro, y pareciera que tus pies lo saborean porque no se mueven en ninguna dirección, se quedan detenidos en el espacio, sin tiempo. Cada vez perdés más de eso que te llenaba por dentro, era tibio y de consistencia acuosa. Ahora ya no es, se dispersó con el agua de las vírgenes del Sur. Enflaqueces, te das cuenta que sentís ya su llanto directamente sobre tu cráneo, como si no tuvieras piel ni pelo y tus ojos salen para afuera, están por caerse porque no te quedan pómulos que los sostengan. Tu elixir sigue cayendo como encausado en una canal que va directo al río, te estás debilitando, te está doliendo. Te arrodillas sintiendo tus meñizcos romperse por el desplazamiento de tu rótula. Ya es indisimulable la mueca del interminable dolor que estás sintiendo. Basta, pedís basta, por favor señoras vírgenes, se lo suplico, basta. Buscás amortiguar tu caída al sentir que viene lo peor, cuando sentís tu pecho inclinarse en un ángulo cada vez más cercano al piso. Se viene la ceguera interminable. Cualquier cosa, señoras vírgenes, pero no la ceguera interminable. Eso no podría soportarlo. Pero el agua cae cada vez más fuerte, lloran a cántaros, sin descanso, angustiadas sin consuelo alguno, y te cae como la mano de un gigante sobre la espalda. Para cuando buscaste tus manos sólo viste hueso, cartílago y articulación. Se chuparon tu sangre como garrapatas, se comieron tu carne como furiosas hienas, pero no pudieron quitarte los huesos. Viene la inevitable caída, el ángulo es sumamente cerrado, es muy cercano al lodo, sentís la tierra mojada en tus fosas invadiendo lo poco que te quedó de tu cerebro devorado por las hormigas. Aclamás la ceguera interminable para dejar de ver tu declive, pero ellas siguen llorando como brujas atestadas por el demonio. El penetrante olor a salitre te sofoca haciendo cada vez más angosto el curso de tu respirar, se te llenaron los pulmones de humo, ahora emanás humo por la boca. Como si esas fueran tus últimas palabras de socorro, como si esa fuere tu último exclamar. El desgarro de tus músculos es casi tan profundo como el de tu propio corazón y por esas grietas se infiltran una a una las arañas para devorarte lo poco de tu resto. Ya casi terminan, ya casi terminan, aguantá sólo un poco más. Tu conciencia no huye y sos capaz de apreciar cómo cada retoño de tu cuerpo pasó a ser esclavo del demonio. Son ya así las últimas fuerzas con las que vas a intenar percibir la luz de la luna entre el espeso follaje. Tus falanges se húnden en la tierra que aloja el agua de las despechadas amantes de cajón y es ese barro el que reemplaza tu carne carcomida. Caés de espalda luego de haber rodado como un perro muerto, sufrís el canto del loco que está atado a uno de los últimos árboles del triste bosque sádico. La ves ahí arriba, escondida atrás de dos nubes, se refugia para no verte sufrir, te abandona porque no se arriesga a verte llorar. Cerrás los ojos, preferís la soledad a su amarga indiferencia. Pero ya no tenés párpados que te cubran los reflejos del atontado lago. Tu cuerpo es un vivenciar absoluto de los peores estímulos del tiempo. No te queda nada, las arañas se llevan tu carne, las hormigas tu cerebro, el llanto erosiona lo duro de tus pocos huesos. Nadie se lleva tus ojos, por favor que alguien me haga perder esto. Por favor se los pido, no aguanto más el dolor del morboso tiempo. Sacáme los ojos lluvia, sacámelos. Estás ahí porque te estoy mirando directo a tus pupilas, directo a los ojos, te miro de frente y te siento como ácido en la cornea de mi órgano. Vas a ver hasta lo último, lo más cruel, vas a ver lo que es no ver. Vas a sentir tan cerca tuyo el poder de la tortura que vas a dejar de sentir en un santiamén. Estás roído por el tiempo porque no hay tiempo que cure. El tiempo es lo único que hace es matar y te va quitando uno por uno los huesos. Sos la nada misma por confiarle tu futuro al tiempo. Mirá ahora como estás, mientras el tiempo sigue haciéndote esto. Dame esos ojos, ahora ya no te queda alma y hasta que tu corazón de el último latir agonizarás en un mar de preguntas que te demostrarán lo insulso que fuiste al darle tiempo al tiempo.

A.D

1 de septiembre de 2010

Pura vida

Demasiado famoso es el sentimiento de felicidad, todo el mundo se muere por conocerlo, por encontrárselo por la calle, mirarlo a los ojos para decirle "al fin, te encontré". El sentimiento de felicidad es uno solo y nosotros somos muchos miles de millones. Es entendible entonces que llegue de vez en cuando en la vida, solamente en momentos especiales, cuando en realidad vale la pena, cuando todo el resto no cuenta, cuando vos te mirás al espejo y la cara de la felicidad es tu reflejo, cuando en realidad lo llevás encarnado como si fueras él mismo hasta que la fiesta se termine. Y en todo momento hermoso en el que vale la pena ser feliz no importa el tiempo ni el espacio, sino que simplemente vale la pena apreciar que tenés el momento y el espacio, que respirás el mismo aire, que mirás el mismo cielo, que sentís el mismo sentimiento. Que te asomás por una cornisa sin miedo y te animás a saltar un charco sin dudar. Caen piedras del cielo que estás dispuesto a esquivar, solamente porque sabés que vale la pena arriesgarse por lo maravilloso que está del otro lado. Y caminás siempre el mismo suelo y te tropezás siempre con la misma piedra, miles de veces, porque es tu suelo y tu piedra y nadie te las va a quitar. No sería yo sin mi piedra. Y ya tenés los dedos de los pies llenos de ampollas, casi sin respuesta, pero seguís por que no te queda otra y por que el esfuerzo vale algo, vale por que te hace sentir vivo. Y mirás para arriba, una vez más como buscando una respuesta del cielo que nunca cae hasta que soñando una noche te golpean el cuello y te hunden los cesos hasta que en el fondo la respuesta sale de tu propio cerebelo. Y qué maravilloso, otra vez sopa, la respuesta estuvo siempre a tu lado, sin par ni vuelta, siempre ahí escondida en el fondo, abajo de toda la tierra que siempre barriste para no sentirte sucia pero sabiendo que tenés muchos baños por delante. Pero qué lindo es apreciar ese cielo en dónde nada es gris y todo es nuevo. Porque más allá de que parezca celeste y blanco, como si fuera un solo lienzo, te ofrece a observar que hay mucho en lo simple, que es eso lo razo, que verdaderamente no estás observando. Y ahí te cae todo, como una catarata de llanto, te llena la panza de plomo, te sacá del pecho el peso, te hace digerir lo cierto, hace ver al ciego. Dejás de mirar y aprendés a observar que no hay vida sin esfuerzo y no hay esfuerzo que no valga. Porque el camino es siempre recto y no hay manera de perderte, caminarás ochenta años promedio, siempre recto, porque no hay manera de perderte, y llorarás de desamparo ante el miedo de ver siempre el mismo horizonte que no podés alcanzar, pero seguís recto por que no hay manera de perderte, hasta que un día, en lo más oscuro de la noche, lo ves ahí, esperando tu vuelo, por que en realidad lo que buscás está arriba, no en el suelo.

A.D