31 de marzo de 2015

Cartas a un escritor VI

30 de Marzo de un año con muchos números.


Querido Compañero,

                                  No sé si notarás que cambié la manera en la que ahora te llamo. Ya no creo que sea necesario llamarte con ese idioma anglosajón y extraño, ahora siento que te identifica más la palabra compañero. La gente muchas veces me pregunta por qué, después de tanto tiempo de no recibir ni un indicio de respuesta tuya, ni siquiera una pista de que recibas éstas cartas... por qué te escribo. La gente pregunta, pregunta y mira, como si uno fuera un bicho raro. A veces los escucho murmurar a mis espaldas, sobre mis zapatos y mis libros. Siempre me critican la rama con la que camino. Así como criticaban tus medias rayadas, con la diferencia de que cuando caminábamos juntos hasta los búhos se estremecían. Avergonzados nos regalaban la bendición de sus ojos amarillos. Quizás al hablar por lo bajo pretenden hacerme sentir que pierdo el tiempo. Como si hacer las cosas que son debidas fueran a hacerle a uno ganar (o ganarle al) tiempo.
                          Hoy te hubiera encantado verme, realmente creo que te hubiera encantado retratarme. De a poco voy encontrando los momentos en los que siento que te tengo tan cerca como lejos, hoy fue uno de esos. Pintando de blanco unos cajones viejos sentí el amor del atardecer escurrirse entre la brocha y los sueños de las nubes de golpe colorearon la base para madera. No tenía otra explicación que la hermosura de un cielo en el que estabas al mismo tiempo tan distante y tan al lado mío. Sin que me lo pidieras me quedé quieta unos instantes, para que pudieras congelar el rojo de mis labios junto con el pelo detrás de mi oreja, en el ángulo que a vos te gusta. Y no sé cómo describírtelo, porque la sensación fue única e irrepetible, fue singular como la irrupción de un delirio, pero de pronto te trasladaste en el hermoso sonido de una guitarra y te entremezclaste en el dolor y la redención de la melodía. Estabas ahí, cantando para mí y mirándome pintar.
                           Gracias por la fresias que dejaste al terminar tu tema, me dormí sonriendo al sol acostada sobre su aroma. Me guardé las más lindas del ramo para ponerlas en las hebillas de mis zapatos, que quedaron salpicados de estrellas blancas (no son como las que cayeron del cielo aquella vez, éstas son mágicas e inigualables, son salpicaduras de brillo estelar), y notas musicales. Espero que mañana al amanecer cuando tenga que darle la segunda mano a esos cajones me acompañes de nuevo con el calor de tu melodía única, que tan solo escucho por vos.


                                                                                                          

Ordenando tus discos de vinilo, 
Sally.

                         

8 de marzo de 2015

          Caminando por aquellas calles minadas de la sombra azul violáceo de los árboles de jacarandá, zigzagueando entre ramas viejas, de tormentas anteriores, fui identificando de a poco ese cordón al que solíamos ir cuando estábamos aburridos. Ahí en ese cordón pintado con cal, blanco casi impoluto, rozado por las marcas de algún neumático inconsciente; era donde sentía en mis oídos,  como la mente de un psicótico en plena implosión mental, tu voz. Las voces, la tuya y la mía, nuestras voces, haciendo sentir al silencio incómodo. 
           Con la suela de mi zapato corrí alguna de las minas que texturaban el cemento, hice un espacio chico pero suficiente, me senté y miré para adelante. Miré la reja de la casa de enfrente que, dura y maciza hacía de fuerte a la casa, siempre preparada para el ataque. Siempre lista, a la defensiva, como si cualquier cadáver que pasara por la puerta fuera a lastimarla, a echarle ácido, a corromperle el alma.
          Con las manos frías toqué las flores caídas, algunas pisadas. Sentí la textura tal como el color, calmo, suave, aterciopelado y enigmático azul violáceo. Maravilloso como pocos. Ahí en ese esplendor del cordón trazado como la soga de un acróbata suicida comenzó a agujerease el cielo, de a poco, cálidamente con el sol. Y con esa belleza que caracteriza a lo sencillo de golpe se sentía la calidez de lo sobrehumano. 
       Cerré los ojos e imaginé tu mano pasar por mi pelo. Abracé mis rodillas para acompañar la tranquilidad de tu tacto. Y sentí la tibieza directamente en el pecho, como el haz de luz de una bala trazante. Se despegaron mis pestañas, no estabas. De la izquierda impactó un viento arremolinado y me corrió por la espalda un escalofrío tétrico. Así se sentía. Tu presencia era tan vana como imaginarla y tan tétrica como suplicarla. ¿Cómo no asistir a ese espacio? ¿Cómo no dejarme acariciar por el espectro alucinante de tu mano?
           La falta: el intento y la falta. La falta como un agujero imposible de rellenar, contaminando la estela de fantasía y de imaginación. Esa falta que se ve en el fondo de ojo, que se nota en lo forzado del brillo. La falta equivalente a la tristeza, se retroalimentan como una pareja de drogadictos, se  carcomen como la violencia cruzada. Forman ese círculo tan paradójico, tan detestable como atrapante, tan catalizador como intrigante. 
           Era claro que el azul violáceo no existe sino como lluvia en la historia de los perros enamorados, que el amor está de luto y encadenado, que la falta te tiene atrapado en un camino roído y alejado, lleno de callejones sin salida, lleno de cercos electrificados. La salida es la incorrecta para ambos y la distancia solamente se acorta en los recuerdos.
           Y sin embargo, te quiero.