8 de mayo de 2012



Ayer soñé que estaba sentada sobre un lienzo negro enorme y mientras me miraba desde una omnisciencia superior, el lienzo se iba achicando y a medida que se achicaba se comía el piso, en su lugar se abría un precipicio, el cual emanaba humo y del que subían como lanzas chorros de lava. No sé si era el mismísimo infierno que se estaba abriendo frente a mí que no iba a parar hasta tragarme ó si simplemente se estaba terminando la tierra tal como había deseado hacía un par de días. Tampoco sé si por el calor que subía o por la desesperante sensación de no tener salida fue que empecé a sudar sin parar y se me ocurrió que quizás si empezaba también a llorar podría refrescar semejante llamarada de angustia materializada. Con ganas y sin demasiada fuerza, la situación lo ameritaba de sobra, emané los lagrimones más grandes que alguna vez había visto. Los primeros caían en los pedazos de lienzo que aún me rodeaban, los demás se evaporaban antes de llegar al piso. La aureola de fuego me alcanzaba, me quemó los pies hasta ampollarlos, me sentía consumida y deshidratada. Se terminó, empecé a caer de cabeza y en picada a lo que no era solo lava sino miles de muertos esperándome para devorarme antes de morir quemada.

Las lágrimas no sirvieron en ese mundo paralelo, pero en éste, que no es tan distinto de aquél, inundaron mi almohada y me hicieron pasar un largo rato de desvelo.




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