22 de febrero de 2011

Cien

Cada tres campanadas miraba para arriba, esperando que aquél pobre infeliz dejara de tirar de esa enorme soga cuyo accionar hacía retumbar a todo el miserable pueblo. Lo miraba fijo, como si existiera una alineación invisible de partículas que le fueran a hacer cosquillas en la nuca para que se diera vuelta y apreciara que estaba haciendo su espera demasiado calamitosa, increíblemente hostil y también sumamente hiriente. Mientras tanto sostenía una rosa, sabía que en realidad no era ni el momento ni la situación ideal para dejarla caer sobre sus dedos limpios y sanos, suaves... podría haberle dejado las espinas intentando comenzar con una venganza anticipada frente a los hechos subsiguientes. Pero se las había quitado, no sentía todavía el odio surgirle como aceite hirviendo de ningún polo interno. Hacía pequeños círculos con la rosa que pendía de una pinza casera hecha por las últimas falanges del índice y el pulgar, no quería levantar la vista, prefería ver su pies en el radio de percepción que le permitía su campo visual. Sus pies, cansados de caminar y de luchar por tantas idas y vueltas de la escabrosa marea, ausente en tantos momentos y tan voluptuosa en otros cuando ya ni siquiera era necesaria. Se sentía en una celda fría y solitaria, con algún cura frustrado que oraba sin parar intentando librarlo de sus pecados cometidos para morir en paz, a oscuras y por una directa descarga eléctrica. Nuevamente sonaban las campanadas, había pasado ya una hora de la hora citada. Ella era puntual, él lo sabía. Sabía que era puntual, que le gustaban las rosas y que le molestaban los silencios. Se la imaginaba parada frente a su espejo viejo, con ese marco de roble tallado por sus finas manos, pensando qué hacer. Sabía que esa espera era en realidad la muerte en palabras no escritas. Estaba esperando que él se rindiera y se levantara, comenzara despacio a caminar en la dirección en la que había ido, llegara a su casa, tirara la rosa y se acostara a fumar sin parar.

Se le nublaba la vista por momentos, cerraba los ojos esperando ver sus zapatitos negros al abrirlos, no pasaba nada. Cuando cerraba los ojos estaban ahí... ¿Por qué al abrirlos no? Volvía a cerrarlos, ésta vez más fuerte. No pasaba nada. Las manos comenzaron a transpirarle, se irritaba, mucho. Ella era puntual y sin embargo no estaba ahí. Ella sabía que él se irritaba, lo sabía bien. Lo estaba haciendo a propósito. Lo sabía, siempre desde el principio lo supo por eso ella había cambiado su gran habito de llegar tarde. Levantó la vista y comenzó a mirar a su alrededor. El paisaje había cambiado mucho, bastante, demasiado. Las luces de la ciudad se habían encendido, la catedral que tenía en frente estaba bastante más oscura hasta que por arte de magia, o de Dios, se fueron iluminando una a una sus pequeñas ventanas. En una de ellas divisó nuevamente al pobre infeliz de las campanadas. Lo observó fijamente. ¿Debería entrar a la capilla a hablar con él y a preguntarle si la había visto merodeando por ahí mientras él miraba sus pies tan ingenuamente? El pobre infeliz le sentó mal, optó por seguir mirándose los cordones de sus zapatos. La irritación sucumbió y ahora estaba invadido fuertemente por la ira y el deseo insaciable de destrucción masiva. Era una puta, una maldita puta. Ya no esperaba tenerla en frente para arroparla, seducirla y llevarla consigo nuevamente a donde ambos pertenecían... ahora esperaba el momento en el que apareciera para abofetearle la cara, verle el labio sangrando y besarla en la boca para saborear el elixir del poder y la victoria. Quería sentirla y verla sufrir. Las campanadas sonaron ocho veces, iban ya dos horas, ojalá te animaras a bajar de esa alta cúpula, infeliz, pensaba mientras volvía a mirarlo fijo. Anhelaba romperle las manos y dejarlo desfigurado para que no pudiera por un largo tiempo tirar de esa gruesa y delatante soga que marcaba el paso del tiempo y con él la vida desperdiciada.

Abatido por la ira, el odio y la impaciencia se levantó, deseaba que la rosa tuviera espinas para apretarla fuertemente y clavarse una por una las puntas verdes, oler la sangre y sentir el alivio.
Dejó atrás el banco, la catedral y la plaza. Se adentró en lo oscuro de la noche y de las calles sin luz, se escabulló como hacen las ratas, con vergüenza y rapidez, cegado por la la ira, el odio y la impaciencia. De a poco fue sintiendo el frío y la llovizna que caía cada vez con más fuerza. Estaba harto y estúpido, estaba ausente, en otro mundo, con la rosa en la mano pensando cómo ella le había podido hacer semejante atrocidad sin que nadie la torture, sin que nadie la condene, con total impunidad. Sintió el frío del metal de la reja que crujió intensamente al abrirse. Se dejaba oír bajo sus pisadas el agua cubriendo el pasto y salpicando como excéntricos bombardeos. El sabía dónde ella vivía y ella sabía eso. No tenía muchas maneras de escapar de eso que ella creía no tener peso. Ahora debía pagar y él iba a ser quién se lo hiciera vivir en carne propia. Siguió el sendero como siempre, derecho, curva y ahí estaba, donde siempre. Se apresuró por miedo a que se diera cuenta y pudiera escapar y una vez en frente la miró fijo, con asco y orgullo. Le arrojó la rosa en la cara y la escupió. "¿Por qué tardaste tanto, puta?"

Desde abajo ella lo miró con la misma cara, el mismo grabado, las demás rosas y escupitajos que ahora eran lavados por la lluvia como fiel árbitro de su vínculo. Desde abajo, su nombre, fecha de nacimiento y defunción lo miraban a él con tristeza, sin entender su ira, su odio y su impaciencia.

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