27 de noviembre de 2010

For you I bleed myself dry

La abrieron al medio sin anestesia, le sacaron uno por uno los órganos, la rellenearon con cal y aserrín, le chuparon la sangre, le desgarraron los músculos, la hicieron llorar. Pero ella resistió, no sucumbió ante semejante shock, resistió como pocos pueden hacer, resistió porque estaba en su deber. Siempre resistiendo por la responsabilidad de ser. Ella siempre supo que corría en círculos, desesperada, deseando encontrar entre tanta niebla un pequeño haz de luz. Ella siempre supo que esa puerta a medio cerrar nunca era en realidad la salida. Ella siempre supo que cada uno de sus pasos en ese cuadrilátero penoso estaban marcados por el instinto que aniquilaba a su razón. No llegó por ella misma a la salida, lo único que deseaba era que le quitaran ese sentimiento, que si era necesario la vaciaran por dentro, que con la punta de ese escalpelo dejaran derramar la primer gota de sangre dónde se escabulliría esa sensación de vacío. Qué irónico, pidió que la vaciaran para dejar de sentirse vacía. Y así fue como pasó de estar en un cuadrilátero a una camilla dónde cuatro o cinco hombres con expresión indiferente preparaban cosas para abrirla en dos. Cuántas veces utilizó esa expresión que hoy se hacía literal. La ataron, evitarían así tener que forcejear. Ella empezó a sudar del miedo y del dolor que todavía no sentía, pensó porqué lo que tanto la carcomía por dentro no se iba en sudor. El frío no ayudaba, su piel sentía todo a través de las vellosidades erizadas. Se callaron y dieron vuelta, ninguno la miró a los ojos. Entró el filo, frío, metálico, real. Ella cerró los ojos muy fuerte, creía que todavía era demasiado apresurado darse el lujo de llorar, más allá de que el nudo en la garganta y el afluir de lágrimas comenzara a ser cada vez más intenso. El tajo era largo, casi como su pesar. Y de ahí todo fue revolver en su interior, siempre lo que más odió le estaba sucediendo en carne propia, revolver todo lo que crees tener lejos. La revisaron toda, llegaron hasta lo más profundo y cuando posaron una mano sobre el corazón se dieron cuenta de que era lo primero que tenían que sacar. Pero nadie le contó que todo iba a ser así, nadie le contó que de ahí adentro iban a sacar tantas cosas que la hacían a ella igual que nadie. Le sacaron todo, le sacaron todo, le sacaron todo. Empezó a llorar, ya el resto no importaba. Sus ojos perdieron brillo, más allá de estar cubiertos de lágrimas no se percibía nada por debajo de ese mar. Se fue todo ahí y ni siquiera le dieron tiempo a gritar. La rellenaron de la forma más enferma, sin prolijidad ni atención, eran sólo profesionales para percibir. No desperdiciaron tiempo en hacer costuras finas, ella ya no valía nada. Perdió el color, el contraste y el brillo. Perdió el corazón y el alma. Perdió el humor y el llanto. Perdió el amor. Quedó literalmente vacía.

La expusieron en una vidriera con una túnica blanca, cómo otro de sus productos, sentada en una silla con la mirada perdida. Pasó días entre otros pares de personas que ya no eran personas, eran carcasas, ahora todos duros y resistentes por el efecto del barniz. Vio pasar el mundo frente a sus ojos meses y meses sabiendo que todo eso ya no era parte de su vida, no era parte de su ser, no era parte de ese aire que ella solía respirar. No cerraba los ojos, no emitía sonido y no perdía ninguna lágrima en pensamientos nocivos. Fue una tarde de verano cuando entre todo ese mundo que solía andar sin pensar distinguió su sombra, su caminar, su vestir, su cara, su pelo, su cuerpo, distinguió a la persona que la había llevado a estar sentada en una silla con nada adentro. No pensó que fuera a pasar, nunca lo pensó, pero él se detuvo, paralizado, mirándola con ojos desorbitados. No encontró respuesta en sus ojos, no encontró respuesta en el vidrio que los separaba, no encontró nada. La miró con incógnita, leyó la marquesina y entendió todo. Le devolvió la mirada, cerró los ojos y bajó la cabeza, negó con un movimiento largo y pausado. Ella lo vio todo, vio su llegada, su desesperación, vio como levantó una mano, la posó sobre la vidriera y la miró directo a los ojos. Él derramó una lágrima, bajó su mentón y despegó la mano. Ella vio como él se alejaba cabizbajo, sin haber emitido sonido. Se fue, una vez más. Cerró los ojos, quebrantando las capas de barniz que se lo evitaban. Cerró los ojos y no volvió nunca más.

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