14 de diciembre de 2010

Fin

Se agarraban siempre de la misma manera, con los dedos entrelazados, el pulgar de él más dominante que el de ella protegía el dedo de su amada como nadie lo había hecho antes. Siempre arriba, para evitar que se dañara o cortara la piel. Caminaban en una única dirección, a la par, cerca, siempre cerca, no tenían intenciones de separarse ni huir, no tenían intenciones de encontrar otro camino que no fuera ese que los mantenía unidos. Sabían muy bien el nombre de cada calle, de cada esquina, de cada negocio. Podían recorrerlo con los ojos cerrados, él contaba los pasos y ella los minutos, esquivaban las baldosas rotas, los pequeños pozos y las raíces de árboles añejos. Sabían el recorrido entero, con cada uno de sus detalles, el correr de las brisas, los cambios de temperatura por el sol y la sombra, estaban pendientes uno del otro, sabían predecir cuándo alguno de los dos había olvidado algún detalle. El roce de las pareces, las hojas en otoño, los charcos de tormentas débiles y fuertes, las flores de los Jacarandá que cubrían partes del camino en primavera haciéndolo más dócil y colorido. Todo, sabían todo. Sabían sus tiempos, sabían sobre el espacio, sabían cómo congeniar con el ambiente para que ese camino estuviera siempre intacto. Sabían caminarlo peleados, enamorados y distantes. Sabían todo... Lo hicieron durante ochenta años, sabiendo que nunca se cansarían de transitarlo por que era de ellos, de nadie más. La misma hora, todos los días. Todo se mantenía fiel, sin cambios, sin crisis, sin guerras, sin escisiones. Caminaron ochenta años por el mismo sendero hasta que una tarde gris de abril, sin casi darse cuenta de los hechos, tuvieron que detenerse frente a una fuerza mayor. Ya en aquella esquina de brisa suave, de tres baldosas levantadas y la fuerte raíz de un viejo algarrobo las cosas no eran como antes. En esa esquina dónde siempre doblaban a la derecha para dejar de sentir el fresco de la sombra y derretirse al calor inminente del sol de golpe no había más curva. Ya en esa esquina ahora había una gran valla con líneas rojas y un gran pozo detrás. No había sol, había un pozo. No había brisa, había un pozo. No había raíz, había un pozo. Sabían todo, no abandonaron el camino. Sabían todo, no correrían peligro. Sabían todo, era el momento. El corrió la valla y ella se levantó el vestido para dejar a la luz sus zapatos sin taco y sus medias que ocultaban sus tobillos invadidos de arrugas y manchas marrones. Nunca le soltó la mano, nunca se la iba a soltar. Se pararon al borde de la cornisa, por miedo a apresurarse y hacerlo sin haberse mirado antes a los ojos. Dieron el mismo paso, sincronizado al mismo tiempo, sin prisa ni miedo. Dijeron adiós con un último suspiro y se hundieron más alla de todo saber.

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